Un político muy mediático declaraba hace unas semanas que uno de los pilares de desarrollo de la economía española era el sector agroalimentario.
Meridiana declaración a sabiendas que España no es una potencia industrial, tecnológica y, mucho menos, investigadora.
Todos aquellos que trabajamos por o para el sector sabemos de sus fortalezas, pero también de sus miserias. Y el año que acabamos de terminar ha puesto sobre la mesa un problema endémico de la agricultura española: la escasez de agua.
En España hay zonas que necesitan aportaciones hídricas de otras regiones porque sus propios recursos son deficitarios. La agricultura de Murcia está deshidratada, el agua para el sector tropical de Málaga está bajo mínimos y las plantaciones de fresa de El Condado, en Huelva, ven amenazado su futuro.
En uno u otro lugar, los problemas se basan en trasvases de ríos, almacenamiento de pantanos, pozos que ya no dan rendimientos, desalinizadoras o problemas con las cuencas hidrográficas.
Llevamos años, sino décadas, parcheando el problema. Ha llegado el momento de priorizar las políticas hídricas, de redefinir las necesidades pero, sobre todo, de garantizar agua para continuar con la actividad agrícola, así como valorar si las desaladoras son un input excesivamente caro.
Los retos del agua en España no se derivan de su escasez, sino de su buena gobernabilidad y, de momento, el agua sólo ha sido arma arrojadiza entre instituciones políticas de distinto signo. Vivimos una nefasta politización del agua que debe terminar.